Nuestra educación no contempla instrucciones para evitar la estupidez. La formación familiar tampoco establece una normativa para al menos para poder identificarla. Tampoco aparece en los mandamientos y preceptos religiosos. La estupidez es uno de esos males sobre los cuales no existen señales claras de advertencia. Cuando nos damos cuenta de sus consecuencias, ya es tarde. Somos estúpidos.
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Antonio Fernandez Vicente, profesor de Teoría de la Comunicación de la Universidad de Castilla, sostiene que tal vez una vida sin estupideces sería sosa. Pero al considerar el asunto más de cerca, constata el negro destino que puede acarrear renunciar a la lucidez. Un artículo de The Conversation desglosa su meditación.
La estupidez es peor que la maldad
El estado deplorable, repleto de penurias, miseria y desdichas de la humanidad es por causa de la estupidez generalizada. La estupidez es tan toxica que es peor aún que la maldad. Al menos el malvado obtiene algún beneficio para sí mismo, aunque sea a costa del perjuicio ajeno.
Fernandez Vicente cita del historiador Carlo Cipolla la Ley de Oro de la estupidez. “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas. Pero sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.
En 1866, el historiador alemán Johann Erdmann definió la “forma nuclear de la estupidez”. La estupidez se refiere a la estrechez de miras. De ahí la palabra mentecato, privado de mente. Estúpido es el que sólo tiene en cuenta un punto de vista: el suyo. Cuanto más se multipliquen los puntos de vista, menor será la estupidez y mayor la inteligencia.
Se le debe a los griegos el término “idiota”, que se refiere a quien sólo ve las cosas desde su punto de vista personal. Es decir, un estúpido que todo tiene una validez de óptica personal. Por lo tanto, sus juicios son minúsculos, cerrados. Su visión es la visión universal e indiscutible.
Negro o blanco
El estúpido padece egoísmo intelectual. Es tosco y aun así fanfarrón. Niega la complejidad y difunde su simplicidad de forma dogmática. Opina sobre todo como si estuviese en posesión de la verdad absoluta. Es un ciego que se cree clarividente. La estupidez lo hace sentencioso. “Esto es así y punto”.
La estupidez se parece al progreso, a la civilización, sostiene Fernandez. Brota no sólo de un Yo exacerbado, sino de un Nosotros acrecentado y envanecido. La imbecilidad es tan contagiosa como un virus. Se alimenta de ideales difusos, de lugares comunes, de proclamas simplistas: todo es negro o todo es blanco.
Ausencia de diálogo
El único punto de vista legítimo es el de un grupo social determinado, el de una facción concreta: la nuestra. La estupidez va de la mano con la intolerancia y la ausencia de diálogo. Es un hermetismo mental y gregario. Se expande mediante consignas engreídas y sin fundamento, coreadas en un clamor colectivo disparatado.
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La batalla contra la estupidez está perdida de antemano. Decía el filósofo francés Albert Camus que “la estupidez siempre insiste”. Sin embargo para evitar sus estragos es bueno ensayar la modestia. Quien vive en el “quizás” en lugar de en las afirmaciones rotundas y contundentes, se aleja de la necedad.