Los pensamientos catastróficos representan una de las condiciones más inquietantes de nuestra psique. Y es el hecho de no poder controlar el curso de nuestros pensamientos. La operatividad de nuestra mente es similar a montar un caballo indomable. Tratar de controlarla y enfocarla dentro de una intencionalidad resulta prácticamente imposible.
Esta condición incontrolable convierte prácticamente en un mito la idea de que somos dueños de nuestras ideas. Lo que llamamos “pensar”, es un discurrir caótico de imágenes mezcladas con sentimientos, recuerdos que nos asaltan y expectativas irreales. Lo peor de todo es que es un escenario que no dominamos. Prácticamente un «quilombo».
El tormento de los pensamientos catastróficos
Sin embargo, la mayoría de nosotros vivimos con ello. Se puede vivir con el barullo de imágenes mentales. El problema es cuando esos pensamientos se tornan maléficos, cuando desarrollamos anticipaciones negativas sobre todos los aspectos de la vida. Entonces nos encontramos bajo la dictadura de los pensamientos catastróficos.
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En sus dominios, una pequeña mancha en la piel se transforma en cáncer. Una brisa ligeramente fuerte se traduce en la anticipación de una devastadora tormenta tropical. La picadura de un insecto desatará un cuadro alérgico severo que desembocará en una traqueotomía.
Una de las características más nocivas de los pensamientos catastróficos es explicada en psicoactiva.com por la psicóloga Marta Guerri. Estos pensamientos provocan el mismo resultado que estamos tratando de evitar, o sea un estado desagradable y doloroso emocionalmente hablando.
Capacidades reducidas
Por ejemplo, se ha podido comprobar que pensar que un malestar estomacal es una úlcera, activa regiones del cerebro y dispara la misma respuesta emocional de una úlcera verdadera. El pensamiento catastrófico también provoca picos de subida en la hormona del estrés cortisol. Así se ve reducida nuestra capacidad de reaccionar con eficacia.
Por otro lado, la pandemia ha impuesto un estado de agitación psíquica y emocional comprensible. Es inevitable que nos asalten pensamientos catastróficos frente a una contingencia de sus proporciones. Pero la idea no es permitir que socaven totalmente nuestro equilibrio. Es necesario reconocer que sucumbir a ellos es paralizarnos, hundirnos en el puro desespero.
Colocarlos afuera
La estrategia principal es la de convertirlos en palabras escritas. Mientras se encuentren flotando en la mente, serán más dañinos y torturantes. Lo mejor es sentarse a escribirlos. Mejor si se sistematizan con números en una lista. La intención es sacarlos simbólicamente de nuestro interior y hacerlos vivir en un listado.
Luego, se puede intentar adjudicarle un porcentaje de ocurrencia a cada uno. Para ello es necesario analizar los alcances y limitaciones de cada uno de los pensamientos catastróficos. Por ejemplo, podemos transformarlos en preguntas concretas.
Consideremos un pensamiento catastrófico actual y recurrente. Morir por la COVID-19. ¿Qué posibilidades hay que me muera de coronavirus? En este caso hay que considerar factores: edad, región del país, porcentaje de recuperados, hábitos de vida, impacto. ¿Qué porcentaje es asintomático, de impacto leve, grave?
Darle forma a la angustia
Luego de considerar los escenarios posibles, colocar un porcentaje lo más realista posible ayuda a darle forma a la angustia. Al tener forma, es más manejable. La lista puede incluir indicaciones para intentar disminuir ese impacto porcentual bajo este rótulo: ¿Qué puedo hacer al respecto?
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A veces, dependiendo de la fuerza que tengan los pensamientos catastróficos, se puede ensayar el judo psicológico. Este consiste en no hacer resistencia y aprovechar la fuerza del contrincante para neutralizarlo. En otras palabras, aceptar el pensamiento. Darle alojamiento y contemplarlo como si se tratara de un invitado.
Un hermoso cuento Zen ilustra esta estrategia. Un desgraciado hombre se sentía perseguido por un demonio atormentador que lo amenazaba con una espada. Huir de él lo llevó a un gran desgaste. Entonces, decidió no huir más y le mostró su cuello desnudo. “Mátame, le pidió”. El demonio desapareció para siempre.