La misión de los wakaresaseya no difiere mucho de lo que hacen los dementores en la saga de Harry Potter. Si bien estos últimos le roban la alegría al alma de sus víctimas, los wakaresaseya terminan con la ilusión del amor. Pero no del amor libre y espontáneo. Su campo de trabajo es la difícil institución del amor bajo contrato: el matrimonio.
Terminar con algo que ya está muerto no es tan sencillo como podría parecer. Las formas de las estructuras pueden mantenerse de pie, como después de los bombardeos. Mucho más en una sociedad sustentada en valores tan rígidos como la japonesa.
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Los japoneses son extremadamente serios con cualquier cosa, incluso las rupturas. Esto hace que los divorcios presenten una complejidad abrumadora. Todo proceso de divorcio en Japón obliga a la adopción de ciertos supuestos previstos por el Código Civil. Violencia doméstica, la no asunción de responsabilidades económicas, la ausencia prolongada del domicilio, un desorden psiquiátrico crítico o la infidelidad.
Los wakaresaseya fingen amor
Es aquí donde entran en acción los wakaresaseya. Encontrar pruebas de infidelidad resulta difícil por su naturaleza secreta. Esta condición se hace más ardua en Japón por ser una sociedad con un alto sentido de la reserva, el decoro y el honor. Entonces se recurre a los wakaresaseya, saboteadores dedicados a fabricarlas.
Un artículo publicado por Magnet, describe el protocolo de este servicio nipón. Se trata de una boyante industria de agentes secretos que sirven para justificar un divorcio sin que la otra persona lo sospeche. Una de sus tareas más comunes consiste en forjar engaños.
El agente, supongamos que a petición del marido, entablaría una relación sentimental y extramatrimonial con la esposa. El wakaresaseya operaría tras haber estudiado a su sujeto mediante la información presentada por su pareja. Transcurrido el tiempo, el marido utilizaría las pruebas recopiladas por el agente para justificar su petición de divorcio.
Las agencias son cuidadosas con la legislación japonesa para evitar caer en actividades potencialmente ilegales. Japón obliga a todos los wakaresaseya a obtener una licencia, aunque muchos de ellos siguen operando de forma independiente.
También restringe su publicidad online. Pese a ello, más de 270 agencias ofrecen sus servicios por Internet, a menudo a precios muy elevados. Una intervención rápida y sencilla puede costar más de 3.000€, y el coste se puede disparar hasta los 150.000€. El costo dependerá de la víctima y del nivel de confidencialidad exigido.
Actores para todo
Los wakaresaseya necesitan conocer la legislación japonesa en el hipotético caso de que la causa termine en los tribunales. Una línea roja: no pueden acostarse con sus víctimas, dado que de otro modo podrían acusarles de prostitución.
Japón es un país esclavo de sus apariencias. Los wakaresaseya son tan sólo la punta del iceberg de un negocio. El de actores profesionales contratados para simular roles sociales en la vida real, mucho más extenso.
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Existen por ejemplo, ancianos solitarios que contratan a una hija y a una mujer ficticias. Abuelas sin descendencia que pagan por un nieto al que malcriar. Mujeres solteras que desean mantener las apariencias, un esposo y un niño bien educado, en un encuentro social. El alquiler de familiares se ha convertido en una moneda de cambio relativamente común en Japón. Una industria boyante que revela una soledad abismal.